De gustarme
el género policiaco (me gusta y mucho), la historia (necesaria), y si no se
hubiera escrito ya tanto sobre qué fue lo que realmente sucedió en la toma del
Palacio de Justicia de 1985 y qué sucedió con los cadáveres y los
sobrevivientes, me hubiera encontrado ante el inicio de un misterio por
resolver, de una larga investigación y de un posible libro, bañado del mejor estilo de este tipo de novelas.
Siguiendo
con mi interés por los cementerios, más visual desde que estoy aprendiendo
fotografía, y gracias a una idea espontánea de mi hermosa guía en los terrenos,
para mí más bien desconocidos, del sur de la ciudad, visitamos el parque zonal
Villa Mayor y el Cementerio del Sur.
En el
primero, un flamante parque que impresiona recién construido, el relato de mi
guía inició con los años de su juventud en los que el lugar solía ser el
cementerio de los NN, una gran fosa común en la que al parecer enterraban a las
personas que nadie reclamaba. Mi sorpresa estuvo en la pesquisa posterior en la
que encontré datos imprecisos de que allí también habrían enterrado cadáveres
de la masacre del 9 de abril de 1948 y de la toma del Palacio de Justicia. La
sorpresa no radicó en esa información sino en el hecho de que no encontré nada
sobre los procesos de reubicación o de exhumación de los cadáveres para la
construcción del parque. En las páginas oficiales de la alcaldía local y de las
instituciones estatales, e incluso en las de instituciones responsables del
proyecto, me parecía un poco obvio que no quisieran dar muchos detalles ya que buscan promover y mostrar la cara bonita del lugar. Sin
embargo, nunca me ha parecido que nadie se queje por saber qué había antes del
Parque del Renacimiento junto al Cementerio Central. En su momento hubo demandas
y peleas por la protección de los bienes arqueológicos y dudas en la manera en
que se realizaron los estudios y excavaciones anteriores a la construcción del
parque, pero el debate fue abierto y público. ¿Por qué en este caso sería
distinto? He ahí un misterio, un móvil, un impulso para una obsesión que podría
llevar a poner en riesgo la vida, siendo un poco dramático aunque, por otro
lado, estamos en Colombia y aquí se pone en riesgo la vida solo con respirar.
Para la
gente del sector, en cambio, allí no existe misterio alguno y todos dan por
hecho que debajo del pasto recién podado, de los senderos y las flores,
continúan estando los restos de todos aquellos que nadie reclamó y los restos
de un pasado que tal vez ya a casi nadie interesa. Un poco la escena final de
“Pandillas de Nueva York” en la que la maleza empieza a cubrir poco a poco las
tumbas de esos viejos guerreros, hasta hacerlas desaparecer, para convertirse
en otro sitio más donde tomar fotos de los puentes de la ciudad. La prueba de
ello se encuentra en la reja frontal del parque. Allí, los días lunes y martes,
días de las animas, muchas personas se congregan a llevar flores, a prender
velas y a amarrar bolsas de agua en los alambres porque “a las animas también
les da sed”. Igualmente, mi guía estaba segura de lo mismo. Me contó de cómo
había ingresado clandestinamente, hace muchos años en compañía de un amigo,
para tomar algunas fotos y hacer un reportaje para la universidad. Me contó del
constante y nauseabundo olor a muerto, de las inmensas ratas que parecían
perros, y del suelo fangoso en el que se enterraban las piernas hasta la
rodilla, en medio de algunos huesos que sobresalían. Antes, había cruces
blancas por doquier y alguna que otra lápida; antes había incluso un indigente,
Luis “El Mexicano”, que vestía como charro, que vivía justo en medio de las
fosas y que decía cuidar de las almas porque ellas mismas se lo pidieron; antes,
existía Rafael Rodríguez, alias Viruta, quien se metía con una pala a buscar,
entre los muertos amontonados, a alguno que se presumía estaba allí y que la
familia pagaba por encontrar y sacar, así se ganaba la vida; antes, se dice,
espantaban en el sector. Ahora, quedan unas hermosas y extrañas flores,
distintas al resto del follaje, en la zona cercana a la malla frontal; ahora,
hay otro extraño olor cerca de la malla, que no se sabe si es por las bolsas de
agua a la intemperie, las flores marchitas o la cera requemada; ahora hay un
árbol seco con flores amarradas a su tronco, cabeza abajo, tal vez otro
vestigio de rituales populares; ahora ya no está Luis que fue desalojado al
empezar la construcción del parque y que murió atropellado por un carro
“fantasma”; ahora ya no se necesita a un Viruta para desenterrar muertos
enmarañados. Ahora incluso hay vigilantes que no te dejan tomar fotos y los
perros corren felices de un lado a otro sin que al parecer sientan ningún olor
a hueso. Al menos eso parece aunque como parte de nuestro séquito de
exploradores iba Mia, una hermosa criollita con ínfulas de labradora, que en un
momento sí quiso empezar una excavación profunda que no permitimos por temor al
vigilante y tal vez a algo más. Hay quienes dicen que todavía espantan.
En la
Biblioteca Nacional deben encontrarse, quiero creer, los estudios previos a la
construcción del parque y todo lo concerniente a las leyes sobre terrenos que
han servido de sepulcro a seres humanos, identificados o no, y las medidas
tomadas para preservar posibles evidencias de hechos tan importantes como el
holocausto de 1985. No estoy siendo sarcástico, en verdad lo quiero creer.
Sobre todo porque encontré un artículo de prensa, del 5 de mayo de este año, en
el que se decía que la fiscalía apenas iba a cerrar el caso de los
desaparecidos del Palacio ya que los investigadores habían descartado que se
encontraran enterrados en la fosa común del Cementerio del Sur.
Pero
mientras alguien, más interesado en la historia que yo, decide llegar al fondo
del asunto y averiguar si en realidad se construyó un parque sobre un
cementerio, enterrando nuevamente a lo enterrados, físicamente con el concreto
y simbólicamente con el olvido, paso al frente, a lo que resta del Cementerio
del Sur, alguna vez llamado el cementerio de los pobres.
En verdad
no se ven los pomposos mausoleos del Cementerio Central, ni las enormes placas
con nombres insignes y reconocidos. En cambio, se ve una enorme cantidad de
lápidas que llevan grabadas, en una técnica que, acepto, desconocía hasta ese
momento, imágenes parecidas a reproducciones de fotos, como aguafuertes
extraídos de fotografías en las que el difunto se encontraba como los deudos
querían recordarlo. Otras eran simplemente imágenes que, imagino, simbolizaban
algo importante en sus vidas. Es así como podía verse al Che Guevara, a Charles
Chaplin, motos y perros pitbull o simplemente los escudos del equipo de futbol
del que era seguidor. Algunas imágenes le daban un poco de vida a las lápidas,
las sacaba un poco de contexto y les daban ese toque popular y colombiano que
hace parte de la mayoría. Otras, en cambio, me hacían preguntarme si el muerto
no desearía materializarse para manifestar su inconformidad a sus familiares y
por ahí derecho decirles que los recuerda y los cuida.
Algo pude
ver también del deterioro de algunas secciones y arrumes de material de
construcción que sugería remodelaciones en otras. Por noticias de un par de
años para acá supe que en varias ocasiones han tenido que ordenar el desalojo
de bóvedas porque los mausoleos estaban a punto de derrumbarse y los pensaban
demoler para evitar el riesgo a los visitantes. Sin embargo, aún quedan filas y
filas de bóvedas y filas y filas de visitantes con flores en los fines de
semana, y aún humea constantemente la chimenea del horno crematorio como un
memorándum.
Creo que es
por eso que me gusta tanto visitar los cementerios: enseñan mucho sobre la
memoria.